Tras un viaje en coche a fuerza de aire acondicionado, llegamos a esa encantadora ciudad. Nos esperaban para poder aparcar el coche porque sólos iba a ser complicado. En la calle, ni lo sueñes.
-Ponlo aquí que el dueño de esta plaza de garaje es vecino y no viene hasta agosto.
-¡Qué bien!
La primera noche: a dar un paseo por la ciudad como es obligatorio. Las calles son un poco estrechas para tanta gente pero con un poco de amabilidad se puede andar. En la compra de los helados tuvimos mucha suerte porque sólo esperamos unos veinte minutos y, aunque ya no quedaban de los sabores que queríamos, los que nos dieron estaban muy buenos. Al comerlos, eso sí, había que tener cuidado porque el codo de la señora gorda, o el hombro del sevillano peinado para atrás, o la carrera del niño, podían hacer que te mancharas la nariz de turrón con pasas.
El día siguiente fue estupendo. Llegamos un poco tarde a la playa pero teníamos la suerte que unos amigos de nuestros familiares habían bajado a las ocho de la mañana y había cogido un buen sitio con tres sombrillas un poco separadas para que cupieran las nuestras. Para acercarse al agua eran necesarios tres perdones y cuatro lo siento, pero se llegaba y el agua estaba calentita, calentita, un poco pegajosa y lamosa de los aceites, pero calentita.

Incluso, lo mejor, uno de ellos se trajo una botella de fino de Jerez a la playa. Yo no quise beber, mirando por ellos, para que no les fuera a faltar, pero ellos lo pasaron en grande. Uno de ellos decía que llevaba veinte años sin bañarse en la playa y que no iba hoy a romper la tradición.

Y el domingo, a mediodía, ya para despedir las vacaciones, fuimos todos (los hombres, claro, que las mujeres iban por otra parte) a tomarnos unas cervecitas con sardinas a uno de los muchos bares del paseo marítimo.
No había sardinas. Pero pedimos una ración de calamares que es muy socorrido en estos trances. No había sitio apenas en el bar, pero haciendo haciendo sitio vinimos a llegar a un tonel de vino, de pie, que servía como mesa y que acababa de quedarse vacío. Estaba lleno de platos de plástico con las cáscaras de bichos del mar y servilletas de papel retorcidas y aceitosas, pero lo limpiamos como pudimos y nos dispusimos a esperar que el camarero se percatara de que estábamos allí. No hubo que esperar mucho, no creas, no más que con los helados y por fin nos trae las cervecitas, medio vaso de espuma, y para compensar los chorros de sudor que nos caían por las sienes, cojo el vaso, lo miro y me dispongo a dar un sorbo cuando aparece Lola:
- Luis, que ha llegado el dueño de la plaza de aparcamiento y que lleva tres horas buscándonos y que tiene un cabreo que dice que va a bollar el coche.
-Está bien. Ahora mismo vuelvo -le digo a los demás.
Cuando por fin encuentro las llaves, retiro el coche y me dispongo a buscar aparcamiento en Chipiona, con 40º a la sombra, calle por calle, cada vez más lejos de la casa. Imposible. Estaban cogido hasta los sitios prohibidos. Y en uno de ellos lo dejé al rato grande. Cuando volví al bar, andando claro, ya se habían ido aburridos de esperar.
Almorzamos y nos vinimos para Algeciras.
Lo pasamos estupendo.
Luiiy